Cuando tenía
catorce años un anciano me leyó la mano. Me dijo que me casaría una sola vez y
que sería muy feliz. También me auguró un viaje que cambiaría mi vida, un viaje
cruzando el mar. El viaje en el que lo conocí.
Fui a Marruecos
con mi marido, en unas simples vacaciones. Caminábamos por las calles,
mirándolo todo, riéndonos, como tantos turistas. Y entonces pasó él, me miró a
los ojos, y yo lo miré a él. Sin saber que en aquella cultura aquello era una
invitación.
Pero él, como el
cazador que era, vio en mí a su próxima presa. Esperó, paciente, a que me
quedase sola.
Bajé al bar a
tomar un té mientras mi marido se daba un baño. Él estaba esperando, y no tardó
en acercarse.
-Una mujer tan
hermosa no tendría que tener los ojos tan tristes.
Me quedé
boquiabierta, nadie me había dicho jamás que mis ojos eran tristes, todo el
mundo se fijaba en mi sonrisa, y daban por hecho que era feliz, risueña y
divertida. Pero él vio la tristeza de mis ojos, las cosas horribles que
arrastraba en mi alma. No lo tomé en serio.
-Ya. Pues
deberías haberte fijado en mi anillo de casada, y no en mis ojos.
Sonrió, estoy
segura de que pensando que era más divertido conquistarme si me resistía un
poco.
-Pero el amor no
entiende de contratos.
-¿Amor? Querrás
decir lujuria.
-Bueno preciosa,
¿no empiezan todos los amores por la lujuria?
Su mirada era
intensa, como si me estuviera leyendo por dentro, como si pudiera ver mi alma.
-Lo siento, pero
deberías ir a conquistar a otra mujer con ese acento exótico.
-¿Exótico?
Preciosa, aquí tú eres la exótica, con esos pantalones ajustados, ese pelo
corto y esos maravillosos, maravillosos ojos verdes.
Me quedé sin
palabras. Por suerte no me hicieron falta. Mi marido entraba en el bar y él
desapareció tan rápido que llegué a preguntarme si era real.
Pero el destino
tiene un sentido del humor retorcido.
-¡Ah! Estás
aquí, te estaba buscando. Lo siento, pero me han llamado del trabajo. Tengo que
volver.
-¿Se nos
acabaron las vacaciones?
-Para mí sí.
Pero tú quédate.
-¿Qué?
-Está todo
pagado ya, disfruta de las vacaciones, amor.
-¿Y qué voy a
hacer yo aquí sola tres días?
-Mujer hay
excursiones, contrata un guía. No sé. Puedes simplemente tumbarte en la piscina
a tomar el sol.
Ahí acabó la
discusión. Aquella noche mi marido se fue y yo me quedé sola en la habitación.
Pensando en unos ojos negros, que no eran los suyos.
Por supuesto, él
apareció al día siguiente.
-Tu marido es un
hombre valiente.
-Buenos días a
ti también. Veo que no vas a seguir mi consejo de buscar a otra mujer.
Sonrió, como
solo algunos hombres saben hacerlo. De una forma tan sensual, tan lenta, tan
deliberada, que las mujeres solo podemos temblar, y rezar porque no vuelva a
sonreírnos así.
-Por hoy no.
-Pues tenemos un
problema, porque yo no quiero estar contigo.
Mentí. ¿Qué otra
cosa podía hacer? Pero no me creyó, sabía demasiado de las mujeres como para
creerme, así que me propuso un trato.
-¿Qué te parece
si te muestro la ciudad? Digo la verdadera ciudad, no la versión para turistas.
Prometo no insinuarme.
Acepté. Tenía
demasiada curiosidad, por la ciudad, por él, por si sería capaz de cumplir su
promesa.
Los siguientes
días fueron un sueño. Me mostró una cara de Marruecos que jamás habría conocido
sin él. Me llevó por callejuelas que aún hoy están en mis recuerdos. Los sitios
que visitamos, los olores, las personas que me presentó. Cumplió su promesa. No
hizo ninguna insinuación, y no me siento orgullosa de admitir que deseaba que
lo hiciera, deseaba volver a ser tentada, y deseaba más aún caer en la tentación.
Era un hombre
culto, divertido y sensual, aunque no me dijese nada, yo sabía que pensaba en
mí, desnuda bajo él. Se lo veía en la mirada, en la forma en que contenía sus
manos para no tocarme, en la forma en que se acercaba a mí, para retirarse un
segundo después, como si se hubiese acercado sin querer.
Y llegó la
despedida.
-Cumplí mi
promesa. Ahora te ofrezco otro trato. Ven a mí. Mañana deberías partir a tu
país. No lo hagas. En vez de montar en ese avión, ven a mí. Te esperaré en la
plaza donde te vi por primera vez. Y ni se te ocurra fingir que no sabes a qué
lugar me refiero. Sé que sentiste lo mismo que yo. Si vienes, arreglaremos los
papeles para tu divorcio. Me casaré contigo en cuanto estés libre de nuevo. Y
te prometo, y ya sabes que cumplo mis promesas, que te haré feliz el resto de
mi vida.
Se fue, sin
dejarme responder. Sin dejarme decirle adiós. Él estaba seguro de que ganaría.
Porque siempre ganaba.
Pasé la noche en
vela. Lo que me ofrecía habría sido irresistible, si yo no tuviese un marido
ya, si no le amase, si no me hiciese feliz.
Pero tenía un
marido al que regresar, un hombre que me amaba, al que yo amaba. Y amé. Amé a
mi marido hasta el mismo día de su muerte, en realidad aún lo amo. Me hizo muy
feliz, él me entendía, y yo a él.
Pero todas las
noches, antes de dormir, unos ojos negros me acechan, me preguntan por qué no
fui. Y una parte de mí sabe que aquel amor, el amor que me esperó al otro lado
del mar, era tan verdadero, tan real, como el amor de mi matrimonio, con una
salvedad. Aquel amor nunca llegó a ser, no se amansó con los años, no se apagó
para convertirse en el calor que calienta pero no quema. Aquel amor fue siempre
una llama a punto de prender, una promesa en el aire, un adiós sin pronunciar.
Una fantasía al otro lado del mar.
¡¡Madre mía!! Me encantó el final, sinceramente no me lo esperaba.
ResponderEliminargracias!!
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