En el Reino entero se respiraba
la tensión. La profecía se había cumplido y la hermosa princesa se había
pinchado con la rueca encantada. Ahora estaría cien años sumida en un profundo
sueño, junto a sus fieles servidores, que la acompañarían diligentemente en su
letargo.
El mago de la corte, Alistair El
Grande y su hijo, iban ahora hacia el Castillo, donde todos se prepararían para
la siestecita.
–Así que tenemos que acompañarla
¡Pues vaya gracia!
–Hijo, no seas desleal. Ella es
nuestra princesa y ha sido hechizada.
Padre e hijo entraron en el Gran
Salón y sus miradas fueron directamente a la enorme cama con dosel rosa que
había en el centro.
–Esto… ¿Papá?
–¿Qué quieres, Alistair?
El tono de su padre no invitaba precisamente
a la conversación, pero Alistair tenía que insistir esta vez, estaba claro que había algo que estaba mal,
pero que muy mal.
–Ya sé que me lo has explicado, pero…
¿dijiste que la princesa estaba hechizada?
–Sí.
–Y su hechizo… –no parecía
encontrar las palabras– ¿es de esos que te duermen?
–Sí, por completo.
Algo se había perdido en la
traducción. Estaba seguro que no le había llegado la explicación al completo, y
su cerebro trabajaba a toda prisa para encontrar lo que fallaba. Continuó
hablando, a la espera de que su padre le ayudara a completar su razonamiento.
–Entonces… ¿Por qué la princesa
se está acercando a nosotros sonriéndonos?
–No seas ridículo, hijo. La
princesa ha sido hechizada, y tendrá que dormir cien años hasta que venga el Príncipe
Encantador y la despierte. Ya sabes como son estas cosas. ¡De verdad, hijo, ni
que fuera tu primera hechizada!
–Es la primera que me saluda…
–Deja de decir… –pero no terminó
la frase porque una voz preocupantemente parecida a la de la princesa le
interrumpió.
–¡Por fin! Señor El Grande,
Alistair hijo. Me alegro de veros, seguro que pondréis fin a este desgraciado
malentendido.
Alistair tuvo que reconocer que,
para estar hechizada, la voz de la princesa sonaba tan autoritaria y vital como
siempre. Debía ser parte del encantamiento…
–¿Qué ha pasado, princesa?
–¡Oh! ¿Me hablas? ¡Qué bien!
Ahora la princesa parecía
entusiasmada, e incluso dio unos cuantos saltitos de emoción nada regios.
–¡Hijo! No puedes hablar con la
princesa. Ya te he explicado que está en un profundo sue…
–¡Ja! –lo interrumpió la voz, nada
somnolienta, de la princesa.
El mago la miró con reproche
antes de recordar que la princesa estaba dormida profundamente, así que no
podía haberle interrumpido. No, la princesa debía
estar en su lecho. Así que, efectivamente allí estaría. Decidió concluir como
si nadie le hubiese interrumpido, como de hecho debería haber sido –…sueño.
Pero la princesa no era de la
misma opinión:
–Verás, Alistair. Resulta que
esta mañana me pinché con la rueca y se ha armado todo este jaleo por eso… ¡Para
que luego digan que hacer manualidades relaja!
–Y… ¿Cómo estás?
–Bien. Aunque se me ha hinchado
el dedo un poco, me puse antiséptico en la herida y una tirita, ¿ves?
Levantó el dedo para mostrarlo y,
exactamente, allí estaba la tirita.
–Pero ¿no tienes sueño?
–No, ni un poquito. Después de
las primeras nueve horas, ha sido realmente aburrido.
Alistair estaba confuso, pero no
tuvo tiempo de darse cuenta porque el Rey llegó hasta ellos, y su real
presencia lo inundó todo. Literalmente, puesto que era enorme.
–¡Amigo mío! ¡El Grande! Tú
podrás convencerla.
–Mi rey, ¿cómo se convence a una
dama dormida de que duerma?
–Gran mago, te juro que ya no me
queda mucho por probar…
El rey se volvió a su hija, con
ojos implorantes.
–Vamos, cariño. Sólo será una
siesta de nada. Cierra los ojos, y ya verás como lo siguiente que ves es al
Príncipe Encantador.
–¡Eso no te lo crees ni tú, papá!
¡Cien años! ¿Qué se supone que voy a hacer cien años? ¿Contar ovejas?
–Pero el Príncipe… –insistió su
padre.
–El Príncipe puede irse con
viento fresco ¡Si ni siquiera ha nacido aún!
–Pero es un buen partido, la
profecía dice que es de un Reino muy próspero.
El Rey miró implorante a su alrededor. Su
mujer, la reina, acudió en su ayuda.
–Y guapo, hija. El Príncipe
Encantador es muy guapo, lo dice…
–Sí, sí, la profecía. Pero
también decía que yo caería en un profundo sueño y eso NO ha pasado.
–¡Es por cabezonería! Igual que
su madre, sólo lo hace para llamar la atención. –apuntó el Rey a Alistair el
Grande.
La princesa hizo un gesto con las
manos que podría haber parecido el de estrangular a alguien, claro que, estando
encantada como estaba, eso era imposible.
–¡Hada Madrina! –gritó la
princesa con una voz bastante cercana a la desesperación. La pobre debía estar
teniendo una pesadilla, pensó Alistair el Grande.
Inmediatamente se personó ante
todos la buena de Gertrudis, el Hada Madrina de la princesa.
–¡Hola, mi niña! ¿Cómo estás?
–Hechizada. –Contestó Alistair el
Grande por ella, ganándose una mirada de pura ira de la princesa, mirada que el
mago decidió que no había ocurrido.
–¡Oh! –Fue lo único que se le
ocurrió a Gertrudis.
–Tal y como está escrito, mi hija
se pinchó con la rueca encantada por la Bruja Mala, y ahora está condenada a un plácido sueño hasta que el Príncipe
Encantador la despierte.
–El GUAPO Príncipe Encantador,
que la despertará con un dulce beso. –intervino la reina mirando a su hija con
convicción, como si, a fuerza de mirarla, la princesa fuese a caer dormida allí
mismo.
–¡Esto es una locura! –exclamó la
princesa.
–Bueno, si la rueca estaba
maldita no se puede hacer nada. Pero… ¿estáis seguros que está maldita? A lo
mejor era una rueca normal y corriente. –dijo el Hada Madrina sin mucha
convicción.
–¡Que alguien llame a la Bruja Mala! Ella nos ha
metido en este embrollo y ella nos sacará. –sentenció el rey de forma tajante.
Se produjo un momento de incómodo
silencio en el que unos miraban a otros.
–¿Nadie tiene su teléfono?
¿Alistair? –Insistió el rey a punto de perder su regia dignidad.
El mago parecía más incómodo de
lo que había estado hasta entonces.
–Es que… bueno, ya sabe, mi rey,
no nos cae muy bien… una vez me dio su número, pero lo borré. Entiéndame… ¿Para
qué iba a querer alguien llamar a la Bruja Mala? Con lo mala que es…
El Hada Madrina se apiadó del
pobre mago, y cortó su verborrea antes que el rey, en su infinita benevolencia,
mandara que le cortasen la lengua al desdichado.
–La cosa es que, si Mala dijo que
embrujó a la niña, lo hizo. Esa mujer será muchas cosas, pero mentirosa, no. Si
os dijo que la encantó, es verdad.
El rey pareció conforme y volvió
a mirar a su hija con expresión de triunfo en los ojos. Ella se limitó a poner
los ojos en blanco y a continuación buscó con la mirada algún aliado que
reconociese que había alguna clase de error. Sus ojos dieron con el Visir del
Reino. Si alguien iba a estar en contra de desperdiciar cien años, ese, sin
duda, sería el Visir.
–¡Visir! Usted… usted siempre
tiene una cosa de esas… ¿Cómo se dice? Un horario con un montón de cosas que
hacer…
–Una agenda.
–¡Eso! Gracias. Usted siempre
tiene una agenda que cumplir. ¿Qué le parece perder cien años durmiendo? ¿No le
parece una pérdida de tiempo?
El Visir carraspeó incómodo. Realmente
no le hacía mucha gracia aquello de pasarse todo un siglo sin hacer nada, pero
la verdad era que la princesa había caído en la maldición, y si fuera una
princesa como se debe ser se limitaría a estarse en su sitio… Suspiró, tenía
que darle la razón a la princesa si no quería pasarse los próximos cien años
escuchándola.
–La verdad… sí, me parece una pérdida de tiempo enorme.
Está vez fue la princesa quien
miró a su padre con el triunfo en los ojos, pero su padre no puso los suyos en
blanco, más bien se puso todo él de un rojo furioso que atemorizó por completo
al ya de por sí nada valiente Visir.
–Pero el Príncipe… –insistió la
bienintencionada reina.
–Mamá, no me gusta ese hombre.
¿Has leído la profecía? ¡Va a matar a Dobsy!
–Bueno hija, no puedes culparlo.
Ya te dije yo que un dragón no es la mascota adecuada para una princesa.
–Un caniche, eso sí habría sido
una mascota apropiada. –intervino Gertrudis.
Alistair hijo notó que todos los
presentes parecían estar a punto de saltar de sus resortes para acomodarse en
una posición totalmente fuera de sí.
–Bueno princesa, si no le gusta
el Príncipe Encantador, ¿por qué no elige a otro para que la desencante? Así se
rompería el maleficio y usted despertaría, ¿no?
Todo el mundo estuvo
inmediatamente de acuerdo con el joven mago, que por un momento se sintió
demasiado abrumado por las miradas de aprobación del rey, su reina, la hermosa
princesa, el Hada Madrina, y lo que era más sorprendente, su padre. Aquello lo
mareó.
–Está bien. Bésame. –dijo la
princesa, dispuesta ya a cualquier cosa por terminar con aquello.
–¡Alto! Ni se te ocurra, hija, él
es un mago y algún día será el Gran Mago de la Corte, como lo es ahora su
padre.
–¿Y qué, mamá?
–¿Cómo que “y qué”? ¡Pues que no
puedes besar a un futuro empleado, eso es acoso! Además, si lo besaras se
convertiría en tu príncipe y os casaríais.
La princesa, consciente de su
delicada situación, decidió que ya trataría más tarde ese punto.
–¿Hay algún príncipe? –llamó a la
desesperada Gertrudis, que estaba deseosa por ayudar.
Un muchacho desgarbado carraspeó
al fondo y levantó la mano tímidamente.
–¡Perfecto! –exclamó la reina–
Bésala y luego os casáis.
–Es que… verá, no estoy muy
seguro… –empezó el joven príncipe.
–¿No quieres besarme? –la
princesa estaba demasiado sorprendida para sentirse ofendida, toda su vida
había pensado que los príncipes siempre querían besar a las princesas. En fin,
le había ocurrido así a Blancanieves, a Cenicienta, y… bueno, se suponía que a
ella. Claro que nada estaba pasando como se suponía.
El príncipe parecía estar a punto
de partirse en dos de tan tenso que se veía. Además, se sonrojó al mirar a la
princesa.
–No, si con lo del beso no tengo
ningún problema. Incluso más de uno, si quieres. Es lo otro, lo de la boda.
–¡Los hombres y su miedo al
compromiso! Lo que faltaba. –la reina daba toda la impresión de estar
reviviendo en su mente alguna conversación mantenida años atrás, y por alguna
razón que Alistair no pudo comprender, el rey de pronto parecía mucho más
pequeño que antes.
–Besa a la niña y acabemos con
esto.
El joven príncipe fue muy
consciente de que no estaba en su reino y que los guardias que lo rodeaban no
eran los suyos.
Finalmente, se acercó a la
hermosa princesa. En honor a la verdad, hay que decir que parecía más un hombre
a punto de saltar de un edificio en llamas desde demasiada altura para
sobrevivir. Pero besó a la princesa, rompiendo así la maldición. Se casaron,
comieron perdices y fueron…
–¡Alto!
¿Perdón?
–Sí, tú. El narrador. ¿Crees que
voy a casarme con un príncipe sólo por un triste beso? ¿No has oído hablar de
la liberación de la mujer?
–Ejem… sí, sí. Claro. Perdón. –dijo
el narrador, es decir, yo. – Entonces, ¿qué le parece este final, princesa?
Una vez rota la maldición el
Reino entero celebró con sus reyes la alegría de volver a estar despiertos
después de… bueno, después de un día. La princesa dio las gracias al joven
príncipe y le juró que siempre sería su amiga. Después montó en Dobsy y salió a
recorrer el mundo en busca de aventuras, lejos de cualquier rueca. Puede que,
algún día, cuando ella esté preparada y sólo si encuentra al príncipe adecuado
que la quiera y la trate como a una igual, puede que sólo entonces, se casen,
sean felices y coman perdices.
–Sí, perfecto. Muchas gracias.
¡Ah! Pero nada de comer perdices, no me gustan. Bueno, adiós.
La princesa se volvió con una
radiante sonrisa en el rostro y se montó en su dragón. Pero esto ya lo he
contado.